La práctica de la meditación sentada
es muy sencilla. Tomamos conciencia de cómo la respiración entra y sale. Prestamos
toda nuestra atención a la sensación de cómo entra y cómo sale; y cuando nos
encontramos con que nuestra atención se ha ido a otro sitio, sea éste el que
sea, tomamos buena nota de ello, nos olvidamos y, con suavidad, devolvemos
nuestra atención a la respiración, a cómo se eleva y desciende nuestro estómago.
Si ya lo hemos intentado, tal
vez nos hayamos dado cuenta de que la mente tiene mucho la tendencia de irse de
un lado a otro. Más pronto que tarde nuestra mente se ha escapado a algún lugar…
se ha olvidado de la respiración y se ha sentido atraída por alguna otra cosa.
Cada vez que nos demos cuenta
de esto mientras estemos sentados, devolvamos lenta y compasivamente la atención
al estómago y a la respiración sin tener en cuenta qué es lo que arrastró
nuestra mente. Si se escapa la respiración cien veces, devolvámosla a ella con
suavidad otras cien veces desde el momento en que tengamos conciencia de lo que
o está en la respiración.
Al actuar así, entrenamos a
nuestra mente a reaccionar menos y a estabilizarse más. Hacemos que cada
momento cuente. Tomamos a cada momento como llega, sin dar más o menos valor a
uno u otro. De esta forma cultivamos nuestra capacidad natural de concentrar la
mente. Al volver constantemente hacia la respiración, nuestra concentración
aumenta, de manera similar a la de los músculos que levantan repetidamente las
pesas. Luchar de forma natural con la resistencia (no luchar contra ella) de
nuestra propia mente entona la fuerza interior. Además, al mismo tiempo
trabajamos la paciencia y el no emitir juicios. No vamos a pasarlo mal porque
nuestra mente haya abandonado la respiración; con naturalidad, sencillez,
gentileza y firmeza, vamos a devolverla a ella.